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Por Marco Antonio Leiva.

 

Si Evita viviera, como usualmente se dice, cumpliría exactos cien años de su nacimiento. Pero ello no es más que una forma de decirlo, ya que somos pocos los de esta especie humana los que tenemos la dicha de vivir un siglo para contarla.

Si Evita viviera físicamente sería un lujo tenerla entre nosotros para los que físicamente existimos, pero no hay necesidad de ejercicios contrafácticos: Evita vive en el legado que le ha dejado al pueblo argentino, que es inmortal y trasciende la existencia del individuo para perdurar en la eternidad. Los que mueren por la vida, decía Ali Primera, no pueden llamarse muertos.

Para los peronistas y para cualquier analista más o menos serio de nuestra historia y realidad, hay en Argentina un antes y un después de Perón. Antes, como se sabe, la patria soñada por San Martín fue una entelequia derrotada en Caseros, convertida por la oligarquía triunfante en una factoría en provecho de unos pocos, de esas mismas familias. En esa factoría no existía lugar para los pueblos en el reparto de las riquezas del territorio entre sus habitantes para que podamos hablar de ciudadanos. La diferencia entre habitante y ciudadano es la que media justamente entre ser y no ser en un proyecto de país. Y el pueblo argentino solo pasó de habitar el territorio a participar como ciudadano en la nación después de Perón.

El peronismo fue el fenómeno político y cultural que supo transformar todas las matrices de un país que se había privatizado y permitir que de dicho país participaran sus hijos. Después de peronismo el pueblo argentino se hizo pueblo-nación, al empezar allí con sus tareas de reivindicación, como decía Scalabrini Ortiz en El subsuelo de la patria sublevado. Antes de Perón el argentino fue El hombre que está solo y espera y solo tras el advenimiento del peronismo finalmente fue.

Y he aquí que para que el pueblo nación-argentino finalmente fuera ha tenido que pasar Perón, que es como decir ha tenido que pasar Evita. Contrario a los que especulan y pretenden separar lo que no se puede dividir, al decir Perón y al decir peronismo uno dice necesariamente Evita como la mitad ineludible de una idea que fue práctica y cambió la historia de un país. No hay Perón sin Evita ni hay Evita sin Perón.

“Perón cumple, Evita dignifica”, reza el adagio peronista, de los más clásicos. Y es que son cuatro palabras que expresan una de las grandes verdades de nuestra historia: como jefe de gobierno y conductor político, Perón cumplió muchísimo más de lo que pudo haber prometido, aunque prometió muy poco, desde luego. Desde el Estado transformó la realidad, la volcó enteramente llevando a cabo una auténtica revolución, que fue la revolución peronista. A su lado, “esa mujer” —que es como los gorilas de entonces se referían a Evita, para no tener que nombrarla, cuando no usaban directamente nombres despectivos y denigrantes—, la que complementó la obra política inaugurando prácticamente la acción social en Argentina. Mientras Perón avanzaba sobre los privilegios de la oligarquía y hacía la justicia social a puro coraje, Evita tendía la mano al más humilde, inspiraba a los que antes estaban invisibles, a los que estaban solos y esperaban, los empoderaba y los llenaba de amor. Pero no de un amor retórico, demagógico, un amor de cartón para la foto. Lo que Evita distribuía a su paso era el amor que históricamente se les había negado a millones. Y ellos decían que ella era su madre.

Fue, efectivamente, la madre de millones de huérfanos en un sentido social. De millones que jamás hasta ese momento habían sido mirados por alguien con respeto y consideración, mucho menos con amor, o directamente nunca habían sido objeto de una mirada. Evita fue la jefa espiritual de una nación a la que le estaban faltando jefes espirituales de los que se connaturalizan con los pueblos.

Cuenta el compañero y escritor Pablo Ramos que su padre tenía ocho o nueve años esa semana de reyes de 1950, cuando una caravana de Evita pasaba por Sarandí. El papá de Pablo, que era bien chiquito, se abrió paso entre la multitud y llegó hasta el lugar donde Evita recibía y daba amor, como de costumbre. Una vez frente a ella, ella imponente sobre un camión de bomberos, aquel niño le rogó: “Una bicicleta, señora. Una bicicleta”. Era el juguete soñado, al que los chicos de familias de trabajadores no podían ni soñar en acceder. “Una bicicleta para mí y para mis hermanos”. Evita lo miró al niño con ternura y, al ver que ya no quedaban bicicletas, sacó de la caja un par de patines y se los dio, diciéndole:

—No me quedan más bicicletas, negrito. Salime campeón con esto.
El papá de Pablo salió campeón en los Torneos Evita, tan solo seis meses de ese episodio. Campeón, efectivamente. Con esos mismos patines. Cuando el compañero Pablo Ramos quiso saber por qué y se lo preguntó a su papá, ya hecho hombre grande y curtido, la respuesta no se hizo esperar:

—No sé. Me lo había pedido ella.

Quizá ese niño no supiera allí teorizar sobre la independencia económica, explicar qué significa la soberanía política ni en qué lo beneficiaba la justicia social de las políticas implementadas por el General Perón mediados de la década anterior. Quizá haya entendido esas tres banderas ya de grande o quizá no, el hecho no tiene relevancia. Lo que sí es cierto es que ese campeón de los patines del Viaducto, pibe de barrio, supo mejor que nadie qué es el peronismo gracias la humanidad de Evita. Y ahí, en una palabra, se define cabalmente la mitad del todo, que es el aporte de Eva al peronismo: humanidad. No porque le faltara a Perón, sino porque a ella le sobraba.

Por eso vive y vivirá, por eso algunos no la entienden. Es necesaria mucha humanidad para entender lo divino cuando lo divino se expresa en lo humano sin anunciarse.


Marco Antonio Leiva
Identidad Peronista