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Por Eduardo J. Vior.

 

A pesar de que Donald Trump nunca se desprendió completamente de los lastres imperialistas de sus antecesores, su nacionalismo económico, chovinismo, racismo y evangelismo teatralizado no trajeron nuevas guerras. Ahora, su fracaso en contener la pandemia de Covid-19 y la profunda crisis económica concomitante sirven de pretexto para la vuelta al escenario de los Obama y la pléyade de guerreros universalistas y magos de las finanzas que gobernó a EE.UU. en los 25 años posteriores al fin de la Guerra Fría. Sin visión ni estrategia, la elite norteamericana antepone los negocios y una campaña electoral centrada en el pasado a la resolución de la pandemia y la crisis.

El viernes pasado el presidente Donald Trump presentó al dúo encargado de coordinar el desarrollo de una vacuna contra el coronavirus en la llamada “Operación Warp Speed” (máxima velocidad). Se trata de Moncef Slaoui, ex ejecutivo del gigante farmacéutico GlaxoSmithKline, y del general de cuatro estrellas Gustave Perna. Al presentarlos, Trump repitió su exigencia de “tener una vacuna antes de fin de año”. Su prisa no responde tanto al deseo de controlar la pandemia como a las urgencias de la campaña para la elección presidencial del 3 de noviembre.

La disputa insume mucho dinero y la industria farmacéutica es una de las mayores donantes, especialmente para los republicanos. Por ello, el desarrollo de una vacuna contra el coronavirus tiene la absoluta prioridad de todos los políticos de primera línea. En la carrera para crear y fabricar la vacuna muchos gobiernos del mundo, entidades caritativas y los mayores laboratorios están enterrando miles de millones de dólares.

La investigación y desarrollo de vacunas contra esta pandemia se está realizando con toda urgencia, tanto por la necesidad de adelantarse a otras naciones como por la prisa en obtener ganancias. Históricamente, sólo el 6% de los desarrollos de vacunas consiguen llevar una al mercado después de años de inversiones gigantescas que sólo reditúan, si largos testeos demuestran su efectividad. Por el contrario, esta vez se están saltando etapas y haciendo los testeos de calidad y de inocuidad en paralelo, en lugar de secuencialmente. Los mayores laboratorios se han propuesto tener una vacuna disponible por cientos de millones de dosis en un plazo de entre 12 y 18 meses y para ello todos los actores están incrementando sus inversiones de riesgo en dimensiones gigantescas.

Uno de los principales temores de los científicos involucrados es que se repita la experiencia de la vacuna contra la influenza H1N1 (2009), que acabó acaparada por los países más ricos. De hecho, un estudio de la Universidad de Oxford (GB), publicado el viernes en la prestigiosa revista científica británica The Lancet, demostró que la población afrodescendiente, los pobres y los habitantes de áreas densamente pobladas tienen cuatro chances más de contagiarse con Covid-19 que el promedio de la población. El estudio fue realizado en Gran Bretaña, pero es congruente con similares investigaciones hechas en Estados Unidos.

Coincidentemente, el Departamento de Trabajo de EE.UU. ha anunciado este jueves que 2,98 millones de personas han pedido subsidios por desempleo en la última semana, llevando el número de desocupados registrados a más de 36 millones.

En cada medición la Reserva Federal va revisando a la baja sus estimaciones sobre el desarrollo de la economía norteamericana. Hace una semana se preveía que el Producto Bruto Interno (PBI) para el trimestre abril-junio caería en un 34,9% respecto al de igual período de 2019, pero esta semana ya se calculó una disminución del 42.8%, la mayor caída desde 1945. Los economistas coinciden en que la crisis actual se caracteriza por la quiebra total de las cadenas de suministros, sobre todo de insumos y bienes intermedios, y el hundimiento de la demanda. La pandemia puso al descubierto la fragilidad de cadenas de abastecimiento a muy largas distancias. Además, el enorme desempleo producido por el confinamiento y la falta de suministros hundió el consumo.

No obstante la pandemia y la crisis económica, la elite política norteamericana está casi exclusivamente abocada a la campaña electoral. Aprovechando que Barack Obama, tras tres años de silencio, volvió al ruedo para apoyar la candidatura presidencial de su antiguo vice, Joe Biden, la Casa Blanca lo acusa de haber conspirado avivando el fantasma de la “intromisión rusa” después de la campaña de 2016. Para ello ha hallado una buena excusa en la decisión del Departamento de Justicia de desechar la investigación seguida en 2017 contra el general Michael Flynn, entonces Director del Consejo de Seguridad Nacional (NSC, por su nombre en inglés).

A fines de 2016, después del triunfo electoral, Flynn había planificado una amplia reforma de los servicios de inteligencia de EE.UU., para centralizar las 16 agencias de inteligencia estadounidenses y someterlas al NSC, quitando por ejemplo a la CIA de la órbita del Departamento de Estado en el que todavía influía Hillary Clinton. Raudamente, la agencia y el equipo de Clinton denunciaron la supuesta complicidad de Flynn con la alegada intervención rusa a favor de Trump en las elecciones de 2016. Tanta fue la presión que el general debió renunciar sólo 24 días después de haber asumido en el cargo. La CIA se empeñó en demostrar que sus contactos con la embajada rusa constituían un crimen federal y una traición a la patria.

El general Flynn debió afrontar procesos administrativos y judiciales de los que, finalmente, salió airoso por falta de pruebas en su contra. La decisión final de Departamento de Justicia es utilizada ahora por el gobierno como una prueba de que Barack Obama y los demócratas inventaron pruebas con la sola intención de dañar al equipo de Trump al comienzo de su gestión.

Obama sigue siendo el líder político con la mayor popularidad y el equipo de campaña de Biden lo necesita para apuntalar a un candidato que es visto como flojo e indeciso. Según una reciente encuesta de la Universidad Monmouth, el 57% de los norteamericanos tiene una opinión favorable del ex presidente, incluyendo un 92% de demócratas, pero también un 19% de republicanos. De acuerdo al mismo sondeo, el 41% ve positivamente a Biden, mientras que el 40% juzga positivamente a Trump. Es por esta razón que el equipo electoral de Trump centra sus ataques en Obama. Ante un presente oscuro y un futuro turbio, la competencia electoral gira en torno al pasado.

Los republicanos temen que el mal manejo de la pandemia y la crisis económica les cueste la reelección de Donald Trump. De hecho, los estrategas demócratas calculan que hasta 16 estados podrían en noviembre próximo cambiar el voto que dieron en 2016. En EE.UU. el presidente no es elegido por el pueblo, sino por un colegio electoral de 540 miembros. Quien gana la votación en cada estado se lleva la totalidad de los electores que éste elige según su población. Para triunfar, hay que vencer en aquellos estados que aportan más electores. Algunos ya están históricamente definidos por los demócratas, otros por los republicanos, pero existe un cierto número de distritos que oscilan entre ambos y se han convertido en el principal campo de batalla. Normalmente, son unos diez u once, pero la gravedad de la situación actual ha hecho cambiar de opinión a más unidades y el resultado final es impredecible.

El gobierno federal y muchos gobiernos estaduales se contradicen sobre las medidas a tomar para superar la pandemia. Ningún líder relevante tiene más ideas para salir de la crisis económica que seguir bombeando dinero a tontas y a locas. Ambos partidos contendientes se refugian en el pasado, para ocultar su incapacidad. Mientras tanto, afuera, en el mundo, varias potencias están ocupando los lugares que Estados Unidos deja vacantes. En su interior aún no han aparecido alternativas de poder a una elite superada, pero no tardarán en surgir. El despertar será terrible.

Fuente: IB24

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