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Nadie previó el cacerolazo nocturno del 18D. Sucedió en medio de una catarata de imágenes televisivas que hacía eje en las piedras y en los enfrentamientos entre manifestantes y policías, mientras era tratada la reforma previsional, donde la oposición era señalada como responsable de la violencia y el coro habitual de comunicadores amanuenses del oficialismo cebaba la cacería simbólica sobre los que protestaban, sin decir por qué lo hacían, sin hablar del destino de 17 millones de personas que serán alcanzadas por el ajuste. Pero, por primera vez en dos años, la coartada autovictimizante del gobierno, no pudo evitar que barrios donde Cambiemos arrasó hace dos meses estallaran en un ruidazo de mayores decibeles que los de ese coro bien pagado.

Algo pasó esa noche. Algo empezó a romperse para siempre. Un contrato quedó astillado, malherido, y lo que veremos en los próximos meses serán seguramente las secuelas cada vez menos previsibles de una formidable frustración política: la de esas grandes mayorías sociales con el gobierno prepotente de Mauricio Macri. La votación reflejó una victoria del oficialismo, no hay duda matemática sobre eso. Sin embargo, la política sigue siendo un arte que escapa a la lógica fría de los números. Y lo que, a toda luces, resultó un triunfo legislativo por diez votos, parece haberse convertido en una derrota simbólica de magnitudes aún insuficientemente analizadas en sus derivaciones. El cacerolazo es la banda de sonido de la película Cambiemos, constituyente de su alianza social originaria. Se le volvió en contra.

No hubo cacerolazos cuando los dirigentes y ex funcionarios kirchneristas fueron presos sin condena. Sí rechazos, pero casi todos delimitados a los espacios donde la ex presidenta y actual senadora bonaerense, Cristina Kirchner, mantiene su predicamento. En dos oportunidades, en cambio, ocurrió que el hastío sobrepasara nítidamente esas precisas fronteras sociales y políticas: los primeros tarifazos de Aranguren y la noche del 18D. En ambos casos, parte de la base votante del macrismo se sintió materialmente afectada por las decisiones del gobierno. Y hasta moralmente estafada.

No son las libertades, en primer término. Ni la vocación represiva de Cambiemos, en el segundo siquiera. Si Cambiemos gobernara con todo su arsenal vengativo, si la voz cantante de la administración a los tumbos que ejercen desde diciembre del 2015 fuera, exclusivamente, la de Patricia Bullrich, es probable que la irritación sólo alcanzara a los opositores irreductibles de antes y de ahora. Sin embargo, cuando el gobierno avanza en sus políticas de recorte sin hacer diferencia, la indignación ciudadana se vuelve mayoría incontenible.

Quizá sea una demasía afirmar que el consenso urdido por el oficialismo se quebró de manera definitiva. Pero la reforma previsional lo agrieta, lo torna inestable, lo pone en una tensión desconocida. Eso, sin dudas. Como si esta vez, la oreja que el tercio de la sociedad volátil prestó en estos dos últimos años a los argumentos oficiales, habitados casi de manera excluyente por herencias malditas o corrupciones espectacularizadas con ayuda del blindaje mediático, se hubiera resentido ante un escenario donde las voces oficiales no llegaron a justificar de manera conveniente un cambio de reglas que perjudica a más de los que beneficia.

Fueron las voces parlamentarias kirchneristas, las massistas y las de la izquierda, las que alertaron de manera eficiente sobre los resultados del saqueo a jubilados, pensionados, ex combatientes, discapacitados y pibes de la AUH. Voces de las que ese tercio, arribado a Cambiemos aluvionalmente producto del antikirchnerismo insuflado hasta el hartazgo por los medios, recelaba como quien recela de un relato a tomar con pinzas, porque la verdad, entendida como un discurso apegado a los hechos, parecía siempre quedar del lado del macrismo.

Lo sucedido la noche del 18D, el grito de las cacerolas imprevisto luego de una jornada que el gobierno trató de clausurar violentamente con la policía en la calle y con sus comisarios ideológicos en los medios, puso en crisis esa tendencia exitosa de dos años a esta parte. La impopularidad de la reforma (en las encuestas surgía que el 80 por ciento de los consultados estaba en desacuerdo con ella) y la obstinación del gobierno por llevarla a cabo, abrió un nuevo tipo de grieta. Una que por primera vez pone de manera límpida de un lado a los perjudicados y del otro, nada menos que al gobierno.

El vértigo de los acontecimientos es ahora de tal magnitud, que el kirchnerista preso, con casco y chaleco que aparecía en escena cada tanto o, mejor dicho, cada vez que el gobierno necesitaba distraer la atención ciudadana porque tomaba nueva deuda o porque los índices económicos no lo acompañaban, tiene una frecuencia semanal, hasta podría decirse que diaria, y eso habla, claro, de lo mal que la están pasando ex funcionarios y dirigentes kirchneristas blancos de la persecución política, pero sobre todo del grado de impopularidad de las decisiones que se están tomando en la Casa Rosada.

Decisiones inevitables por la procedencia ideológica de los actuales gobernantes y por el rojo financiero del Estado administrado por empresarios que se manejan en la gestión con una mezcla explosiva de tozudez, desidia e insensibilidad social infrecuentes en periodos democráticos. Hay algo del mundo de los negocios, del instinto que domina al captor de renta cualquiera sea su rubro, que choca con las complejidades y los bajo relieves del universo de la política y sus demandas.

La crisis de representación se agrava día tras día. Las voces justificadoras del ajuste tienen menos eco. La violencia comienza a ser el único lenguaje hablado por el gobierno, cuando no la humillación de los adversarios, y esta deriva impone más miedos que consensos. Todo lo que hasta este diciembre parecía no entrarle a Macri, un presidente que tuvo dos años de trato con mano de seda por parte de medios y hasta opositores dadores de gobernabilidad, comienza lentamente a horadarlo.

Y el consenso que pareciera estar en riesgo es el derivado del antikirchnerismo cultural amasado desde 2012 hasta acá. Cinco años es mucho tiempo. Fue útil para crear un clima propicio desde el cual legitimar una alianza de poder como la que llevó a Cambiemos a la Casa Rosada, sirvió para asegurar una suerte de sentido común que puso en cabeza del kirchnerismo todos los males de este mundo, ayudó como coartada para garantizar deserciones que acudieran como relevo de las mayorías parlamentarias que la sociedad decidió no otorgarle al modelo neoliberal macrista, pero todo tiene un final, todo empieza a terminar alguna vez.

No importa si las cacerolas ceden en estos días estivales, previos a las Fiestas. Todas las protestas tienen flujos y reflujos. Lo que no hay que perder de vista es lo que pasó efectivamente la noche del 18D, porque ese ruido nos vino a decir varias cosas a la vez: que lo imprevisto también sucede, que puede volver a pasar en cualquier momento y que los ajustados, no importa por quien hayan votado, están dispuestos a trazar un límite cuando su materialidad se ve amenazada. Abierta esa hendija, por ahí entra todo lo demás.

Perón decía que el bolsillo es la víscera más sensible de las personas. Ojalá no fuera así, ojalá alguna gente reaccionara por asuntos tanto o más graves que su destino perdidoso en el reparto económico. En dos años, un país con problemas se transformó en un país invivible para muchos, inestable e inseguro para otros tantos, peligroso para los que plantean disidencias, con presos políticos, represiones a mansalva, justicia selectiva, donde el rencor y la venganza y no los programas de inclusión o soberanía, dominan los debates públicos en los horarios centrales de la televisión.

Todo eso junto expresa a un país con sus instituciones en crisis, pero no hubo cacerolazos por eso. O no fue esa la razón principal de la protesta. Fue otra cosa: la comprobación fáctica de que el neoliberalismo podrá camuflarse en nueva formas, con relatos más o menos evangelistas, con caras nuevas, con métodos más modernos, jurando fidelidad a los desafíos procedimentales de la democracia, pero tarde o temprano no deja de mostrar su verdadera esencia, que es la del saqueo, como se va a verificar ni bien entre en ejecución la reforma previsional.

Están a tiempo los trabajadores todavía conveniados, los empresarios cuyas ganancias dependen del mercado interno, las clases medias que viven de rentas lógica y los profesionales que quieren mantener su nivel de vida, de neutralizar los efectos devastadores que estas políticas con resultados ya conocidos. Apagar la televisión es un primer paso para salir de la hipnosis. Salir a la calle como la noche del 14D es otro paso, el darse cuenta que los problemas de unos son los de muchos a la vez.

No sale el gobierno de su sorpresa por lo ocurrido en una nocturnidad que no comprende del todo, un poco envanecido por la victoria legislativa, otro poco porque se pregunta qué puede salir mal cuando cuenta con los medios, la justicia, el poder financiero y los presupuestos públicos en su favor y se responde que nada.

El rey de la anécdota pensaba lo mismo hasta que alguien gritó que andaba desnudo. Ese día el poderoso pasó a ser menos poderoso. Las cacerolas fueron como ese grito inconveniente, a contrapelo de lo establecido: devolvieron el principio de realidad a las cosas que pasan.

Cambiemos atravesó todos los límites en los últimos dos años.

Ahora mueve la sociedad, después de este diciembre caliente, y de manera impredecible.

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