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Por Ernesto F. Villanueva

 

Para una reflexión sobre las clases medias y los procesos nacional populares en América Latina conviene partir de dos pensamientos separados por muchas décadas y expresados en contextos políticos de dos naciones diferentes.

La primera es atribuida a don Arturo Jauretche, y sostiene que cuando a las clases medias les va mal, votan bien. Y cuando les va bien, votan mal. Parece aquí que las clases medias son portadoras de una maldición ineludible. No saben coordinar la economía y la política. A la inversa de lo que sostiene el materialismo vulgar, ambos ámbitos de la acción humana van a contramano, al menos eso les ocurriría a las clases medias.

Por su parte, Frei Betto, al referirse a Brasil, afirma que se “creó mucho más una nación de consumistas que una nación de ciudadanos” (Diario Co Latino, 2016). Consumo vs. ciudadanía, ni más ni menos. En el fondo, esta dicotomía tiende a plantear una antinomia insoluble, a menos que se proponga una ciudadanía que no busque consumir más y mejor. Es un poco lo que afirma el gran Pepe Mujica. Si con este nivel de consumo sobrevivimos, tenemos trabajo, somos felices, ¿para qué hacer hincapié en un mayor consumo? En todo caso, necesitamos un Estado de Bienestar de baja intensidad. Pero me pregunto, ¿cómo compadecer este planteo con la cultura predominante en el mundo? No solo la televisión y otros medios nos bombardean con la idea de “soy feliz, puedo salir a comprar”. Hasta hace un tiempo, la lógica del capital era la valorización a través del consumo. Parece que uno de los elementos centrales de la actual crisis mundial es que, justamente, ese proceso ahora se ha trasladado de manera excesiva al mundo financiero, y la promesa de ascenso social se ha frenado paulatina pero constantemente. Es lo que todos vemos en el trasfondo de la crisis política que hoy aqueja a los Estados Unidos.

Pero no solo se trata de los medios y la lógica capitalista. Nuestra moral, que excluye el honor o la gloria mundana así como el homenaje permanente a un Dios espiritual, nos arroja en brazos del consumismo. Incluso el mismo concepto de globalización anula el sentimiento nacional, y la práctica de la democracia de los países centrales tiende a conformar democracias vigiladas, cuando no tecnocracias, como es el caso del poder descontrolado del Banco Central Europeo, o gobiernos que no pueden diferenciarse un ápice del inmenso complejo militar industrial de los Estados Unidos. Democracia escasa, naciones en retirada, un Dios declinante, la gloria y el honor son palabras del pasado. ¿Qué queda, pues? El deporte, en el mejor de los casos. La droga, en el peor. Y en el medio, el consumo. Nunca la comunidad o la actividad política como búsqueda del bien común.

Pero el consumo no como realidad actual, ni siquiera como modo de cubrir necesidades básicas, sino como promesa de plenitud y de felicidad, como horizonte de expectativas, casi como utopía. ¡Ay! Si yo tuviera un millón de dólares, es el sueño de tantos. Más aún, todos recordamos esa figura patética en televisión que caceroleaba contra el gobierno de Cristina Kirchner porque las restricciones cambiarias le impedían veranear en Punta del Este, como estaba acostumbrado. Y no era un anciano cuya vida se encontraba ya en el final. Se trataba de un joven pletórico de vigor cuyo sentido de la vida, obviamente, transitaba esa necesidad básica imprescindible como es el pasar los veranos en la costa uruguaya.

Y aquí resulta necesario hacer hincapié en una debilidad teórica de quienes bregamos por un mundo más justo. La influencia de Marx con respecto a la conformación de las clases ha sido tanta –aunque nunca escribió un capítulo centrado en un análisis general de las mismas–, sus incursiones en el tema fueron tantas y tan bien fundadas que la división binaria (proletarios y burgueses), basada en la inserción que se tiene en las relaciones de producción, ha actuado a modo de catalizador a la hora de estudiar el comportamiento de grandes conglomerados humanos en el seno de sociedades capitalistas.

No importaba que las mujeres o los hijos del burgués o del proletario también lo fueran por simples razones de parentesco, o que en un lugar se afirmara que las ideas dominantes de una sociedad son las de su clase dominante, y en otra parte se escribiera que cada clase segrega su propia ideología. Lo cierto es que en el trasfondo de quienes queremos otra sociedad, ese esquema binario de interpretarla tiene mucha fuerza y cruza casi todos nuestros análisis.

Para colmo, no tanto Lenin pero sí el leninismo dio una vuelta más de tuerca al respecto. Existen dos clases, pero si hubiera una tercera, esta se halla en el medio y se ve obligada a optar: o con los explotadores o con los explotados. Y según esta corriente teórica, los del medio escogen de manera errática. A veces prima el miedo al cambio y se tornan conservadores cuando no fascistas; a veces prevalece la desesperación y unen sus destinos al proletariado. Análisis injusto si los hay. Ante ese comportamiento aparentemente errante, bien podría haberse concluido que esos cambios obedecen a que la clase media quiere defenderse como tal. Cuando anda mal, no tiene otro remedio que aliarse con los de abajo. Cuando anda bien, se acerca a los que quiere emular.

Como si todo este esquema no bastara, recordemos la idea de la predestinación a la que inexorablemente marchan las clases oprimidas. La historia estaba escrita de antemano y, seguro, ganaríamos.

Pero las estrategias revolucionarias en América Latina fracasaron no solo porque tenían una concepción leninista de la toma del poder, sino también porque no les daban la importancia necesaria a las transformaciones culturales que debían darse en la sociedad para lograr los procesos revolucionarios que se buscaban; sin embargo, de esos fracasos se derivaron enseñanzas paradojales. Las dos principales de ellas fueron quizás la emergencia de la lucha por los Derechos Humanos –tema que no se encontraba presente en los revolucionarios setentistas– por un lado, y la revalorización de la democracia por el otro.

Esto es, la vieja pugna alemana entre Kautsky y Bernstein, entre reformistas y revolucionarios, fue saldada a partir de la derrota de la estrategia revolucionaria y de ella surgió algo así como que para lograr la revolución se debe ser consecuentemente reformista. Por supuesto, confluyeron otros elementos para reforzar este esquema: el derrumbe del socialismo real y, en consecuencia, la búsqueda de nuevos caminos, la revalorización de las minorías como modo de democratizar nuestras sociedades, la emergencia de la preocupación por los sistemas de comunicación.

Pero todas estas nuevas cuestiones remiten a temáticas culturales realmente existentes, no a lo que debe sentir y querer el proletariado, sino a lo que sienten y quieren los seres de carne y hueso que transitan nuestras naciones semicoloniales: tironeados entre lo que somos, pobres, mono exportadores, especializados en producciones primarias, y lo que el mundo actual nos propone como panacea, libre cambio, poca política, consumo y más consumo.

Y estas temáticas rompen los esquemas revolucionarios de otrora. No sabemos si nuestras sociedades son binarias o tripartitas. Pero lo cierto es que la inmensa mayoría de los habitantes no solo piensa que –en principio, y solo en principio– existen tres grandes conglomerados, sino que casi todos creen que pertenecen al del medio, la tristemente célebre clase media.

Alrededor de ocho de cada diez argentinos se consideran de clase media. Sin embargo, este gran porcentaje incluye un amplio espectro de personas de diversas situaciones sociales. Abarca desde individuos con alto poder adquisitivo (sin llegar a ser “ricos”) hasta otros casi pobres (con el aspiracional de sentirse de clase media).

En rigor, los estudios marcan un 76% en estos tres segmentos, que son bastante diferenciados. Según el informe de la Consultora Delfos, elaborado por Luis Dall’Aglio y Norman Berra, solo el 30% de la población en el país pertenece a la clase media típica (C3).

Por encima, en términos de variables económicas y poder de consumo, se ubica un 15% de nivel medio alto (C2), pero “que tiene comportamientos similares a la media en términos sociales, educativos y culturales”. Estos dos segmentos, que forman el 45%, son los que podrían considerarse de clase media.

Más abajo, en tanto, se ubica la media baja (D1), un 31% de los argentinos que, aunque tienen un bajo poder adquisitivo, se identifican con la clase media como una aspiración. En el tope de la pirámide, el 5% de la población se encuentra en el segmento más “rico”, ABC1 (dos puntos menos que en 2013). En el otro extremo, un 19% está en la clase baja o marginal (16% de 2013) .

La estratificación, que sigue la metodología de la Asociación Argentina de Marketing, releva variables como educación, empleo, categorización laboral, cobertura de salud y los aportantes del hogar.

El peronismo y las clases medias

Y si esta distancia entre realidad socioeconómica y percepción de clase es cierta –y no creo que haya muchos que duden al respecto–, se presenta una enorme paradoja. El peronismo, cuya columna vertebral, se afirma, es el movimiento obrero tiene como objetivo central no la desaparición de las clases como soñaba Carlos Marx, sino la inclusión de los postergados en los beneficios materiales y simbólicos a los que ellos podrían tener acceso si hubiera una distribución de la riqueza más justa. Es decir, el peronismo les promete a los pobres que dejarán de serlo para incorporarse a un sector amplio, amable, de un futuro seguro, valores todos estos propios de las clases medias. En el fondo, pues, el peronismo se apoya en los trabajadores para que se tornen clase media, a la vez que tiende a un discurso que la denuesta permanentemente. Se trata de una postura casi esquizofrénica. Como amamos a los sectores populares, bregamos porque dejen de serlo y se conviertan en algo que no valoramos, esa horrible clase media.

Y esta enorme debilidad aspiracional de los movimientos nacional populares no fue tan importante en sus orígenes, pues las capas postergadas en sus derechos políticos se hallaban tan extendidas allá por los años cuarenta que esta dificultad fue entendida al inicio como un colonialismo cultural por parte de las clases medias que negaban a los de abajo para asimilarse mentalmente a los de arriba.

Los modos peronistas de resolver esta cuestión han sido manifiestamente insuficientes. El escudo del partido, donde los de abajo se dan la mano con los de arriba, o la idea de que existe una sola clase de hombres, los que trabajan, no alcanzan para anudar una complejidad societal creciente. En peor situación aún se encuentran los militantes brasileños con un partido que se llama de los trabajadores. La pregunta sigue vigente. Si se pretende encabezar movimientos de recuperación nacional, ¿cómo será ello posible sin la conformación de mayorías amplísimas?

Por qué preferimos ser desiguales

Tal el nombre de un libro de reciente publicación, cuyo autor es François Dubet. Preocupado por el voto en Francia, con un Sarkozy triunfante, se interroga por las diferencias entre los discursos políticamente correctos, tributarios de la Revolución Francesa, y las posiciones cotidianas de los actores sociales con relación a quienes consideran que están debajo en su percepción de lo social. Y en aquel país, se reproduce el drama que encontramos en el nuestro. No se trata aquí de caer en el facilismo de achacar los males a los medios hegemónicos, como si los receptores de los mensajes fuéramos tabulas rasas en las cuales es posible inscribir cualquier propuesta.

No. El punto de partida para cualquier análisis de construcción de mayorías ha de tomar a los medios como un dato de la realidad, pero de ninguna manera como el causante de nuestras insuficiencias. Ya hay mucho escrito acerca de la actividad de los receptores de mensajes, de su capacidad de reinterpretación de los mismos, como para autoconsolarse quejándonos de tal o cual medio.

Más aún, en un mundo comunicacional, donde un contenido se trasmite en un medio –por ejemplo, una película en el cine–, luego se multiplica y se transforma en otros medios –videojuegos, o historietas–, y donde cada plataforma da lugar a una forma original de esa comunicación inicial, los contenidos propios de lo nacional popular han de someterse a una prueba de “actualidad”. ¿Sus contenidos, sus eslóganes no son demasiado estáticos frente a la actual multiplicidad de medios? ¿Estos mismos son apenas plataformas de contenidos preestablecidos? ¿O, por el contrario, ellas mismas transforman los medios?

Creo, en este sentido, que el poema tantas veces atribuido a Mario Benedetti –pero que en realidad pertenece a Daniel Cézare– tiene un contenido profundamente injusto. Recordemos. Comienza diciendo:

Clase media
Medio rica
Medio culta
Entre lo que cree ser y lo que es
Media una distancia medio grande.

Desde el medio
Mira mira medio mal
A los negritos
A los ricos
A los sabios
A los locos
A los pobres.

Me pregunto si estos males que se le achacan a la clase media no los poseen también los otros sectores. En todo caso, se trata de un caso más de búsqueda de una propia identidad diferenciándose de los demás. Y aquí el que esté libre de este intento que tire la primera piedra.

Diferenciación respecto de otros sectores, diferenciación respecto de grupos parecidos, diferenciación sexual, horizontes disímiles de expectativas, todo ello ha de ser atendido a la hora de una estrategia nacional popular.
Incluso deberíamos recordar que algunos teóricos marxistas como Preobrazhensky sostenían que la pequeña burguesía comercial no era estrictamente una clase capitalista, puesto que su existencia era muy anterior a este sistema. Y estas especificaciones nos han de ayudar en el momento de pensar nuevamente el concepto de sujeto político de la transformación.

El gran Ernesto Laclau se preguntaba por la hegemonía y encontraba en el significante vacío la posibilidad de articular distintos intereses. Más aún, con ello lograba hablar de diversos modos de populismo. En una bandera, entendida de manera diferente por aliados de hecho, se plasmaba una unidad que posibilitaba una fuerza determinada.
Sin embargo, quedaba en pie el interrogante por cuál debía ser esa bandera, ese significante. ¿La nación? ¿El pueblo? También reconozcamos que, a la inversa, en estos tiempos estamos asimilando que la reacción ha aprendido al respecto. La corrupción como elemento aglutinador es poderosa a la hora electoral.

Así como de este lado se ha revalorizado la democracia apelando a Derechos Humanos, a derechos de las minorías, a tomar en serio valores abstractos de nuestra Constitución, a respetar las instituciones, del otro lado han blindado de un poder al Poder Judicial que sería impensable en un sistema realmente democrático o en una dictadura, que casi siempre tiene herramientas más poderosas que las burocráticas provenientes de los juzgados.

Esto es, tomándonos la palabra de respetar las instituciones, señores designados para actuar en el campo de la asignación de penas frente a delitos se han constituido en actores políticos importantísimos, debilitando de hecho el ámbito natural de los representantes del pueblo, el Congreso. Es decir, la reacción se resigna al sistema democrático para tutelarlo: que la política monetaria no la maneje el presidente, que cualquier magistrado pueda estar por encima de las leyes, etcétera.

Una vuelta de tuerca

En ese sentido, la representación política actual de fuerzas poderosas, las grandes transnacionales, los que detentan el comercio exterior, los terratenientes, la banca extranjera, los acreedores, difiere de anteriores expresiones como fueron Videla o Aramburu. Hoy su acción sobre las clases medias no surge de la violencia peronista como sucedió en 1976, sino increíblemente del ascenso social ocurrido en estos años.

Expliquémonos. Nos han esperado al final del camino. El gobierno surgido en 2003 ha reparado la Argentina, ha desendeudado nuestro país, ha incorporado millones al trabajo formal, ha dado empleo a quienes estaban sin él. Pero en ese proceso, estos sectores han mutado su perfil y sus expectativas. Y nosotros, en lugar de estar a tono con estas nuevas exigencias, nos refugiamos en que se había hecho mucho. Pero ello no alcanza. Y la reacción supo prometer sobre lo que no habíamos cumplido o sobre lo que todavía no estábamos en condiciones de avanzar. Habló de expectativas, ignorando el pasado. Nosotros aplaudimos el pasado sin hablar de cómo debía ser el futuro. Y así nos fue.

Ello tuvo que ver, obviamente, con esa mirada dúplice con relación a las capas medias. Acompañamos a los humildes a la puerta de entrada de la inclusión. Pero allí adentro estaban los valores propios de los sectores medios, los electrodomésticos, las vacaciones, la seguridad, cierta tranquilidad burguesa. No hubo respuestas al respecto porque nuestra concepción, que duda en ese plano, nos lo impedía.

Se trata de repensarnos, en particular, de aceptar desigualdades y heterogeneidades sociales a la hora de construir una propuesta nacional popular de futuro, de poder referirnos simultáneamente a unos y a otros, de construir sujetos políticos que, en el momento de su ascenso social, sean fieles a sus orígenes sin ignorar que tendrán intereses y expectativas distintas.

Es fácil afirmarlo como objetivo, difícil de construirlo, pues ello requerirá despojarnos de pruritos y visiones que provienen de los siglos XIX y XX, pero que no dan cuenta de las nuevas complejidades dadas por una esperanza de vida mucho más larga, por el conocimiento por parte de todos de cómo viven los ricos, de una secularización del mundo occidental como nunca hubo antes, de un predominio de la cultura protestante cada vez más agresiva y negadora de tradiciones que nos son muy caras.

Este desafío será menos acuciante si la reacción hace retroceder económicamente a las clases medias, pero reaparecerá una y otra vez en la medida en que cumplamos las primeras metas. Y se trata de que, en el futuro, no se repita ni 1955, ni 1975, ni 2015. Ahí estamos.

Bibliografía
Diario Co Latino 2016 (San Salvador) 30 de mayo.

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