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Mientras los principales conglomerados locales y firmas extranjeras eran seducidas para invertir en el país recién a 10 meses de que Macri fuera elegido presidente, unos 20 mil kilos de verduras eran repartidos a una multitud en Plaza de Mayo.

Cerca de 1900 empresarios de 67 países fueron invitados a participar del Foro de Inversiones y Negocios de Argentina en el centro cultural Néstor Kirchner. Parecen, por lo menos, no haberse percatado –interesado- de lo que sucedía a unas cuadras de allí: 2 mil productores nucleados en la Unión de los Trabajadores de la Tierra (UTT) se manifestaban en Plaza de Mayo para reclamar una política que permita el desarrollo de las devastadas economías regionales -luego de que el gobierno autorizara la apertura de importaciones del mercado de frutas y verduras- y exigir una ley que posibilite la compra de tierras mediante créditos. 

Sin embargo, el panorama de las verduras y pequeños productores molesta, duele. No hubo lugar en los medios hegemónicos para mostrar tal miseria. Sí lo hubo para difundir la apertura de Argentina al mundo, expuesta a los mercados liberales tradicionales, a los cuales se ofreció un paquete de medidas asumidas por el gobierno durante los primeros meses de gestión: un cambio favorable que permita ganancias por demás lucrativas a exportadores y grandes firmas, la apertura de 19 mil partidas arancelarias que garanticen el libre mercado, el pago de deuda ilegítima a especuladores para una nueva emisión de deuda, una creciente pérdida del empleo –estatal y privado- y el poder adquisitivo de los trabajadores que ofrece, no solo la posibilidad de condicionar al sindicalismo en sus reclamos, sino generar una baja en la demanda del consumo y, por tanto, de la inflación, además de medidas y protocolos que criminalicen al reclamo social. Todo esto es parte de lo mismo: garantizar la “seguridad jurídica” que requieren las empresas extranjeras y corporaciones locales para realizar inversiones en el país, al tiempo que se reducen los derechos de un importante sector de la población. Hasta el presidente del máximo tribunal fue convocado para tentar a empresarios en esta “nueva transparencia” que cuida las inversiones de las salvajes garras del Estado redistributivo. 

Mientras tanto, economistas ortodoxos deliberan y observan mercados como China, donde el salario del trabajador alcanza apenas los cien dólares. Claro, para competir con tal explotación laboral, es necesario bajar el salario real –que en Argentina el salario mínimo vital y móvil rondaba los 600 dólares hacia julio del 2015- y, para reducir el salario real, es necesario adoctrinar al sindicalismo y aplicar toda la serie de medidas que vienen detrás de ello. “Los salarios son un costo más” –como aseguraba Macri en una entrevista realizada por el periodista Marcelo Longobardi en 1999- y para ser más competitivos, el mercado indica que “cada uno debe estar dispuesto a cobrar lo mínimo por lo que hace”. El mismo CEO de Techint, Paolo Rocca, –quien también mantuvo grandes negocios como proveedor del Estado durante el kirchnerismo- aseguró en este marco que es necesario “convencer a los sindicatos para que no peleen por el sueldo de algunos, sino por el empleo de muchos", al tiempo que mostró su pelaje original con fuertes críticas al kirchnerismo. De la misma forma, el CEO de Dow, Andrew Liveris, afirmó que "se necesitan reformas del mercado laboral argentino y otras, pero este gobierno está decidido", ante el auditorio de la Ballena Azul colmado de colegas ansiosos por invertir y aumentar voluminosamente su patrimonio. 

Del otro lado, la desregulación del costo de los alquileres de las tierras, la abismal diferencia entre lo que cobra un productor y el precio final en góndola, y la baja del consumo por apertura de importaciones de frutas y verduras, afecta a las economías regionales, que manifestaron su preocupación en Plaza de Mayo con la donación de 20 toneladas de verduras. En lugar de escuchar sus reclamos, el Ministro de Agroindustria, Ricardo Buryaile, los mandó a “vender a la feria” sin tener bien en claro los motivos de la protesta. Pero no es la única merma. Ningún sector productivo escapa al neoliberalismo: entre enero y julio el sector automotriz registró una baja del 13,9 por ciento en el consumo interno respecto del año pasado; la industria sufrió su peor caída en julio, de un 7,9 por ciento respecto al mismo mes del 2015 y la construcción se derrumbó un 23,1 por ciento, la peor cifra registrada desde agosto del 2002. 

El mercado parece posicionarse nuevamente como único moderador. La voluntad expresada en el mini Davos no es más que la voz de un proyecto liberal que condiciona la redistribución de recursos a un grupo reducido de empresas y que tiene como objetivo convencer a la población mediante el frustrado “efecto derrame”. Un efecto derrame que parece acumular líquido en la primera copa, mientras una población entera abre la boca a la espera de gotas que caigan, aunque sea por casualidad. Mientras tanto, una clase política representada por los CEOs de empresas da vuelta el rumbo hacia la derecha para modificar estructuralmente las normas a favor de la desigualdad y el capitalismo más voraz.