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El golpe de estado del 24 de marzo de 1976 vino precedido por la previa adjudicación a las fuerzas armadas de intervenir en conflictos internos de la nación, siguiendo a pie juntillas la doctrina de la “seguridad nacional”, de triste memoria para todos los argentinos.
 

 

La desaparición forzada masiva de personas, sumadas a las “muertes en enfrentamientos” y la prisión sine die a disposición del PEN, conformó el tríptico del Estado-terrorista. La playa de desembarco de la excepcionalidad institucional fue favorecida por la imposición del estado de sitio (art. 23, C.N.), declarado por el gobierno constitucional (Decreto 1368/74), y que fue apropiado por los golpistas, que heredó sus presos políticos e incrementó brutalmente la cifra. Vaya paradoja, el Decr. 1368/74 alega preservar el gobierno del pueblo y lograr la Argentina potencia. Nada de su texto fue modificado por la dictadura cívico-militar-eclesiástica.

La desaparición forzada masiva es el crimen más atroz y aberrante que registra la historia social. Comporta el secuestro del cuerpo de la víctima, su encierro en centros clandestinos, la aplicación sistemática de la tortura, la supresión de toda información a familiares y a la sociedad sobre la suerte del detenido-secuestrado; la muerte previsible del desaparecido y el ocultamiento de sus restos. La incertidumbre sobre la presumible muerte del desaparecido apareja un agravante psicológico, dado que la autoridad no suministra información alguna…es el noche y niebla preconizado por el decreto del Mariscal Keitel durante el nazismo.

La reforma constitucional del año 1994 introdujo el nuevo art. 36 –deber de obediencia a la supremacía de la Constitución Nacional-, que es la más fuerte condena del sistema normativo a los golpes de estado, imponiendo la nulidad absoluta e insanable del hecho de fuerza de la apropiación del aparato de estado; nulidad que se extiende, con igual grado, a todos los actos y normativa emanada de los usurpantes, en pretenso ejercicio de las facultades que la Constitución confiere a los poderes que conforman el Gobierno Federal. Del obrar de los usurpantes sól habrá de pervivir su responsabilidad penal y patrimonial, imprescriptibles. No podrán ejercer cargo o función pública a perpetuidad, y recibirán la descalificación como “infames traidores a la patria” del art. 29 de la C.N.

Como dijimos al sostener la cláusula del art. 36 de la C.N., la misma expresa la forma normativo-institucional del Nunca Más. Y rompe con el paradigma positivista que confería validez a los actos y normas emanados de  usurpantes, con tal que fueran obedecidos sus mandatos. Es la “lección de derecho” que impuso la reforma constitucional del año 1994. De aquí en más, el derecho sólo se crea y sólo se aplica desde el derecho.

Ahora bien, en este 24 de marzo de 2018, cuando asistimos a la instalación incambiada del perverso discurso de la muerte, que propicia la aplicación de la fuerza represiva del aparato de estado, sin sujeción a los principios de legalidad y humanismo penal que preconiza nuestra Constitución Nacional, y que las muertes –asesinatos- de jóvenes, se prosiguen día a día, que se construye la imagen de un “enemigo interno”, los pueblos originarios, y se felicita y alienta el asesinato perpetrado por integrantes de las fuerzas de seguridad y policiales, al tiempo que se reinstala a las fuerzas armadas en tareas de control y represión interna; esto es, del pueblo de la nación Argentina, debemos dar la voz de alerta, porque “…el huevo de la serpiente ya rompió el cascarón…”, y los carros de la muerte vuelven a recorrer las calles de las ciudades, demostrando que el bacilo del Estado Terrorista, como sostenía Albert Camus, es un bacilo resistente y aprovecha de los pueblos sin memoria ni conciencia histórica.

Es que, debemos preguntarnos, cuál es a interpretación constitucional asignable cuando el golpe de estado no proviene de una chirinada militar, sino que es perpetrados desde un poder político, con legitimidad de origen, pero que transgrede los límites reglados de sus potestades e incumbencias constitucionales para apropiar –usurpar- la de los otros poderes que conforman el Gobierno Federal. En la misma medida que ello ocurre, deja de regir la Constitución Nacional.

El Congreso de la nación ha sido privado de sus atribuciones legisferantes mediante una catarata  de decretos de necesidad y urgencia y de decretos simples, que han impuesto la voluntad del Presidente de la Nación por sobre el arco político, plural, que representan ambas Cámaras del Congreso de la Nación. Ejemplo paradigmático de ese quiebre de la división de poderes –piedra basal del sistema del Estado de Derecho-, es el mega-DNU 27/2018 (192 artículos), que deroga 19 leyes nacionales y modifica contenidos de 154 disposiciones de otras leyes de la nación.

A la fecha de este ensayo, ni el Congreso de la Nación, en ejercicio de sus potestades revisoras, ni el Poder Judicial de la Nación, excitado tanto en la vía penal como en la contencioso-administrativa, han tomado disposición suspensiva o nulificante de la aberración constitucional perpetrada por el DNU 27/218.

Es bueno recordar que el párrafo constitucional que regula la materia (art. 99, inc. 3º, C.N.), establece que “…el Poder Ejecutivo Nacional no podrá en ningún caso, bajo pena de nulidad absoluta e insanable, dictar disposiciones legislativas…”

Ahora bien, frente a disposición constitucional tan terminante y categórica, cómo se puede explicar o intentar justificar el avasallamiento de las potestades del Poder Legislativo que, bueno es aclararlo, es el primero de los tres poderes del Gobierno Federal que regula la Constitución Nacional.

La mayor confesoria de la inoportunidad del DNU 27/2018 la dio el propio Gobierno al remitir, días después, el mismo contenido dividido en tres proyectos de ley. Por tanto, que no había urgencia alguna ni imposibilidad de seguir el trámite de debate y sanción de las leyes de la nación. Simplemente, atropello  de las instituciones.

Por ello, quiénes señalamos este derrumbe institucional en que está incurso el actual gobierno, y que es parejo con el fracaso del plan económico, no somos “destituyentes” ni “golpistas”; simplemente, somos paladines del deber de obediencia a la supremacía de la Constitución Nacional y celosos defensores del Estado de Derecho como pacto de convivencia.

Cierro poniendo de relieve que ese mismo art. 36 de la C.N. reconoce el derecho del pueblo argentino a resistir los actos de violencia institucional. Este pueblo no merece ni debe permitir que se derrumbe la institucionalidad y los valores de la vida, libertad e integridad del ser humano, ni la vida digna.